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El polvorín

Colombia: Publican documentos para la historia del movimiento indígena contemporáneo

11 Agosto 2010 , Escrito por El polvorín Etiquetado en #Politica

Servindi, 09 de agosto, 2010.-

Enrique Sánchez Gutiérrez y Hernán Molina Echeverri han compilado y prologado un libro de documentos fundamentales para la historia del movimiento indígena contemporáneo en Colombia.

Si bien se trata de documentos en buena medida de carácter colectivo guardan la impronta de líderes históricos e intelectuales indígenas de varios de los ochenticuatro pueblos originarios existentes hoy en Colombia.

Entre ellos se destacan el nasa Manuel Quintín Lame y los asesinados Gregorio Palechor y el sacerdote católico Álvaro Ulcué, el arhuaco Ángel María Torres y el emberá katío Kimi Pernía; lo mismo que dirigentes contemporáneos como Lorenzo Muelas, Abadio Green y Luis Evelis Andrade.

El volumen recoge los pasajes escritos de los principales hitos históricos, haciendo cierto énfasis en lo que desencadenó la ley de Reforma Agraria de 1961.

Las dificultades y logros del movimiento social indígena contemporáneo quedan consignados en memoriales, leyes, decretos, cartas de protesta, declaraciones, manifiestos, conclusiones de congresos, informes, circulares y notas periodísticas.

La recopilación da cuenta también de la polémica sobre los resguardos de tierras, la expulsión de la misión capuchina de la Sierra Nevada y la fundación de las principales organizaciones indígenas.

Los editores plantean el concepto que enmarca la lucha indígena: “Tierra, autonomía y cultura” será finalmente la consigna que sintetiza las movilizaciones.

“Hay tres ejes que articulan y dan sentido al proceso de resistencia de los pueblos: la defensa de la tierra y del régimen comunal, la defensa del derecho a gobernarse por sus propias autoridades y bajo sus propias normas de vida, y el derecho a mantener y ejercer sus propias manifestaciones culturales” señalan.

El volumen forma parte de la Biblioteca Básica de los Pueblos Indígenas de Colombia que auspicia el Ministerio de Cultura.

Introducción

Mirando al pasado*

Por Enrique Sánchez Gutiérrez y Hernán Molina Echeverri

Es el propósito de este volumen de la Biblioteca Básica poner a disposición de las personas interesadas, en especial de los dirigentes comunitarios, los educadores y de quienes se interesan en la historia y en la vida de los pueblos indígenas de Colombia, un conjunto de documentos producidos por los mismos indígenas en distintos momentos de su historia. Le hemos dado especial relevancia a los textos relativos a sucesos claves posteriores a 1961, cuando se expidió la Ley de Reforma Agraria; textos que nos ilustran sobre el origen, ascenso, dificultades y logros del movimiento social indígena contemporáneo. Entre los logros cabe mencionar haber podido dar el carácter de normas constitucionales, en la Carta Política de 1991, a las principales leyes de la legislación indígena, y haber logrado el reconocimiento de buena parte de sus tierras ancestrales como resguardos de tierras, es decir, como formas de propiedad privada de carácter colectivo, inalienables y amparadas por la ley.

La mayor parte de la población colombiana está concentrada en los altiplanos y valles interandinos, y en el litoral caribe. Esta ocupación andina tiene su origen en la colonización española, que buscaba aprovechar en las tierras altas las mejores condiciones climáticas, la oportunidad para la explotación del oro y, de manera especial, la explotación forzosa de la fuerza de mano de obra y el tributo de una numerosa y laboriosa población indígena que vivía organizada alrededor de cacicazgos. Con una división social del trabajo compleja, esta población cultivaba maíz y mantenía una red de comercio con los pueblos de las tierras bajas, y tenía, como es el caso del pueblo muisca del actual altiplano de Cundinamarca y Boyacá, unas desarrolladas normas de convivencia y control social; aspecto este último que hemos querido ilustrar con la inclusión en anexo del Código de Neméquene, zipa de Bacatá, que antecedió a Tisquesusa.

La llegada de los europeos y la ocupación de Aby-ayala —luego llamada por ellos «América»— ocasionó un trauma en la vida social de los pueblos nativos, que vieron, primero, cómo eran saqueadas sus pertenencias y profanada su cultura, cómo caían víctimas de enfermedades mortales que los llegados del otro lado del océano traían; y luego, cómo sus comunidades eran objeto de un despiadado proceso de colonización durante el cual fueron abusados, despojados de sus tierras y sometidos al tributo y al trabajo forzoso de las encomiendas y las mitas.

La abrupta disminución de la población indígena obligó a la corona española a desarrollar una especial legislación proteccionista en la que figuraba la constitución de los resguardos de tierras, medida que si bien reconocía a los indígenas un derecho también significaba la sujeción de las comunidades al tributo, a los servicios personales y a la adopción obligada de la lengua castellana y de la religión católica. Esta legislación tuvo alcances limitados por su naturaleza colonial y por la negativa de los encomenderos y autoridades españolas a aplicarla, lo que dio origen a numerosos reclamos por parte de las comunidades. Como ejemplo de los reclamos de los indígenas, se incluye en este volumen, en el anexo, el memorial del cacique de Ubaque dirigido al Rey de España en 1584.

De acuerdo con el Departamento Nacional de Planeación, hoy sobreviven en el país 84 pueblos indígenas (la Onic da cuenta de 102), con una población —según el censo de 2005 del Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas (Dane)— de 1.378.884 personas. En las cordilleras y valles andinos vivían a la fecha poco más de 600.000 indígenas pertenecientes a veinte pueblos; en la península de La Guajira, más de 278.000 wayuu; y el censo da cuenta de la existencia de comunidades indígenas a todo lo largo y ancho del país. Algunos de estos pueblos, en regiones de difícil acceso desde el punto de vista geográfico, ejercieron una tenaz y persistente resistencia a los colonizadores, gracias a lo cual pudieron mantener dominio sobre buena parte de sus territorios, como es el caso de los pueblos nasa (paez) y wayuu (guajiro). Otros adoptaron estrategias de resistencia cultural y lucha legal en defensa de sus territorios tradicionales, con mayor o menor éxito, pero siempre con grandes costos culturales y sociales, y perdiendo las mejores tierras laborables a manos de la expansión de la hacienda y el latifundio ganadero.

Cuando se mira el proceso vivido por los indígenas, sus esfuerzos por mantener su organización social y su cultura y ocupar un lugar en la vida y en los destinos de la nación, encuentra uno que hay tres ejes que articulan y dan sentido al proceso de resistencia de los pueblos: primero, la defensa de la tierra y del régimen comunal; segundo, la defensa del derecho a gobernase por sus propias autoridades y bajo sus propias normas de vida; y, tercero, el derecho a mantener y ejercer sus propias manifestaciones culturales. «Tierra, autonomía y cultura» será la consigna que sintetice las movilizaciones indígenas contra los regímenes hegemónicos, desde la Colonia y la República en sus diferentes momentos, hasta el presente.

Un hito importante de la historia indígena fue el «Decreto del Libertador», expedido en la Villa del Rosario de Cúcuta, el 20 de mayo de 1820, mediante el cual ordenó la devolución de las tierras de los resguardos, usurpadas a los indígenas.

Deseando corregir los abusos introducidos en Cundinamarca en la mayor parte de los pueblos de naturaleza, así contra sus libertades, y considerando que esta parte de la población de la República merece las paternales atenciones del Gobierno por haber sido la más vejada, oprimida y degradada durante el despotismo español, con presencia de lo dispuesto por las leyes canónicas y civiles, ha venido en decretar:

Artículo 1: Se devolverá a los naturales, como propietarios legítimos, todas las tierras que formaban los resguardos según títulos cualquiera que sea el que aleguen para poseerla los actuales tenedores.1

No obstante la norma dictada por el Libertador, lo que siguió realmente fue una confrontación por el dominio de la tierra entre los indígenas, que defendían sus resguardos territoriales de origen colonial, y los gobiernos (centrales o de los estados federados) que veían en el régimen comunal un obstáculo al libre comercio de la tierra, lo que enmascaraba el interés de las haciendas por expandirse a costa de las tierras de las comunidades y por proveerse de la fuerza de trabajo de los indígenas.

Muchos resguardos sucumbieron a las presiones «liquidacionistas» contra el régimen comunal, y en muchos otros casos las tierras fueron rematadas a particulares mediante la declaración arbitraria, por parte de los gobiernos departamentales y los consejos municipales, de las tierras de indígenas como territorios «vacíos de población», «vacantes», o «baldíos de la nación», lo que sucedió, por ejemplo, en la costa Caribe y en el alto valle del río Magdalena.

Mientras tanto, en las zonas selváticas y alejadas las misiones religiosas, por delegación del Estado, mantuvieron un régimen de tutela sobre los pueblos indígenas. Allí las misiones desarrollaron un modelo de sujeción cultural fundado en la escolarización forzada, la enseñanza del castellano y la imposición de la religión católica, amén, en algunas regiones, de la introducción de prácticas económicas tenidas como «civilizadoras», en especial, la ganadería de vacunos. Para algunos, las misiones desarrollaron un proyecto cultural-nacional, afianzando a la población indígena como «frontera viva» e instrumento de afirmación de la soberanía nacional en zonas remotas de escasa presencia institucional.

Un hecho trágico marcaría el futuro de los pueblos amazónicos, en especial los que habitaban la cuenca del río Putumayo: el auge de la extracción de caucho en las tres primeras décadas del siglo XX, explotación que significó el sometimiento de las comunidades indígenas a una forma inhumana de trabajo, su dispersión y, en muchos casos, su extinción.

En los Andes la crisis agraria, ocasionada por la resistencia indígena cuando se buscó dividir sus resguardos y liquidar sus cabildos, se trató de resolver desde el punto de vista legal con la expedición de la Ley 89 de 1890. Dicha ley buscaba hacer menos drástico el proceso de disolución de los resguardos y la repartición de sus tierras, reafirmaba el papel de tutela y civilización de las misiones religiosas, y establecía asimismo un procedimiento sucinto para que los indígenas registraran sus títulos antiguos.

A pesar de ser expedida por un gobierno conservador a ultranza, sin participación indígena, cuyo encabezamiento enunciaba como propósito normar «la manera como deben ser gobernados los salvajes que vayan reduciéndose a la vida civilizada», esta ley hizo algunos reconocimientos legales a los indígenas, lo que motivó que los pueblos de los Andes colombianos la acogieran como una tabla de salvación frente a la presión del latifundio. ¿Por qué razón? Porque la Ley 89 creaba un campo especial del derecho solo aplicable a los indígenas y reconocía, de un lado, el régimen comunal de los resguardos de tierras, y de otro, el gobierno propio a través de los llamados «pequeños cabildos». Un fuero especial, territorios comunales y gobierno propio era lo que desde la Colonia venían reclamando los indígenas.

La oposición a los resguardos siguió sin tregua. Los sectores contrarios a los indígenas lograron la expedición de la Ley 55 del 29 de abril de 1905, que confirmaba la potestad de los entes territoriales para extinguir los resguardos:

Artículo 1. La Nación ratifica y confirma la declaración judicial y legalmente hecha, de estar vacantes globos de terrenos conocidos como resguardos de indígenas, así como también las ventas de ellas efectuadas en subasta pública; y reconoce como título legal de propiedad de esos terrenos el adquirido por sus rematadores. (Ley 55, 1905).

Como reacción al movimiento liquidacionista, y con la Ley 89 como bandera, inició sus luchas el célebre caudillo indígena del pueblo nasa, Manuel Quintín Lame (1883-1967), quién promovió un levantamiento entre 1914 y 1918 en el departamento del Cauca. El levantamiento fue reprimido y Lame encarcelado. Al salir de la cárcel, el caudillo emprendería una larga carrera de pleitos en defensa de los comuneros indígenas de los departamentos del Cauca y del Tolima que lo llevaría numerosas veces a presidio. Lame elaboró un programa de lucha de siete puntos que tendría profundas repercusiones futuras en el movimiento social indígena. Estos puntos eran:

1) La recuperación de las tierras de los resguardos

2) La ampliación de las tierras de los resguardos

3) El fortalecimiento de los cabildos

4) El no pago del terraje

5) Dar a conocer las leyes sobre los indígenas y exigir su justa aplicación

6) Defender la historia, la lengua y las costumbres indígenas

7) Formar profesores indígenas.

El terraje era una forma de trabajo en la que el indígena, agobiado por la pobreza, tenía acceso a un lote en la hacienda, pero debía pagar como contraprestación —y sin otra remuneración— su trabajo en las tierras del hacendado durante varios días de la semana.

Lame fue un visionario, un caudillo y un líder carismático, pero todo giraba en torno a su personalidad; además, tenía una particular concepción de los procesos sociales de la época que lo distanció en los años treinta de uno de sus compañeros de lucha, el dirigente y también indígena nasa, José Gonzalo Sánchez, que militaba en el Partido Socialista Revolucionario. De Manuel Quintín Lame se incluyen en este volumen algunos textos que muestran las ideas fundamentales del líder indígena.

No obstante la Ley 89 de 1890 y el movimiento lamista, los territorios indígenas andinos siguieron sufriendo merma, y sus habitantes se vieron envueltos en interminables pleitos legales que excepcionalmente se resolvían en su favor.

La década de los sesenta del siglo pasado corresponde a un período trascendental en la historia indígena por darse, por vez primera, un debate público de nivel nacional sobre los problemas que vivían estos pueblos. Tal debate se desató al conocerse, primero, la masacre de dieciocho cuivas en el hato La Rubiera, en el departamento de Casanare, en diciembre de 1967; y luego, en 1969, la confrontación entre indígenas y colonos en el río Planas, entre los departamentos de Meta y Vichada, que culminaría con la ocupación militar de la región. Otro hecho que alcanzó resonancia nacional fue la afectación por la recién expedida Ley de Reforma Agraria de las tierras ocupadas por la misión capuchina, reclamadas por los indígenas en el valle de Sibundoy, Putumayo.

La Ley 135 de 1961 de Reforma Agraria trajo una luz de esperanza a los indígenas de la selva y de los Andes. Dos de sus artículos, inmersos en una copiosa legislación que pretendía disolver el latifundio improductivo, modernizar el agro y titular unidades familiares mediante el reparto de tierras y la colonización de baldíos, incluyeron dos importantes normas en favor de los pueblos indígenas:

Artículo 29: [...] no podrán hacerse adjudicaciones de baldíos que estén ocupados por comunidades indígenas o que constituyan su hábitat, sino únicamente y con destino a la constitución de resguardos indígenas.

Artículo 94: […] El Instituto [de la Reforma Agraria] constituirá, previa consulta con el Ministerio de Gobierno, resguardos de tierras en beneficio de los grupos o tribus indígenas que no las posean. (Ley 135, 1961).

La demanda de la aplicación de estas disposiciones, tal como lo pedía el punto cinco del programa de Lame, hizo posible el surgimiento en el departamento del Cauca, una región agobiada por el latifundio y los conflictos de tierras, del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric), constituido en febrero de 1971 en el municipio indígena de Toribío. Su primer comité ejecutivo estuvo conformado por los indígenas Julio Tunubalá (misak), como presidente, Antonio Mestizo (nasa), como vicepresidente, y Juan Gregorio Palechor (yanacona), como tesorero. Este fue el primer movimiento indígena «moderno», si cabe la expresión, es decir, con un programa y una cobertura organizativa regional que cobijaba varios grupos étnicos. La organización adoptó pronto una manera definida en sus relaciones con el Estado, y creó una estructura organizativa compleja, con comités especializados de tierras, salud, educación, prensa y relaciones con otras organizaciones. Entre los documentos incluidos en esta compilación se encuentra la historia del Cric, escrita por tres de sus destacados fundadores: Julio Tunubalá, Gregorio Palechor y Manuel Trino Morales. De Gregorio Palechor, famoso por su inteligencia, su tenacidad en el trabajo organizativo y su oratoria, se incluye un aparte autobiográfico.

A partir del Cric, en el Segundo Congreso de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos de Colombia (Anuc), vigorosa y fugaz organización que reunía a los campesinos que se movilizaron alrededor de la reforma agraria, se conformó en 1972 una Secretaría Indígena, presidida por Manuel Trino Morales. Sin embargo, la politización de la organización gremial campesina y las pugnas entre diferentes corrientes de la izquierda la dividieron y debilitaron, lo que hizo que en el tercer congreso de la Anuc, en 1974, los indígenas se retiraran, empezaran a obrar de manera independiente de la organización campesina, se propusieran crear un ente nacional indígena y decidieran editar un periódico, Unidad Indígena, cuyo primer ejemplar circuló en enero de 1975, y que hoy (luego de 125 números) sigue siendo el principal medio escrito de los indígenas del país.

A la creación del Consejo Regional Indígena del Cauca y la Secretaría Indígena, y generalmente con su apoyo, siguió la conformación de numerosas organizaciones regionales en los actuales departamentos de Chocó, Antioquia, Caldas y Risaralda, y en la Sierra Nevada de Santa Marta.

Una coyuntura política favorecería luego la primera movilización indígena nacional: el trámite durante el gobierno de Turbay Ayala (1978-1982) de un proyecto de ley presentado por el Ministerio de Gobierno para reformar y regular los asuntos indígenas. Las organizaciones indígenas emprendieron una campaña contra esta iniciativa legislativa —a la que llamaron «estatuto indígena»— y decidieron hacer un encuentro previo, preparatorio de un congreso nacional indígena. La reunión se realizó en Lomas de Hilarco, municipio de Coyaima, en el departamento del Tolima, en octubre de 1980, y en ella se nombró una coordinadora nacional indígena. A este encuentro, el Cric llevó una propuesta de declaración que incluimos, y que refleja muy bien los debates políticos y sociales de la época.

A partir de las directrices del encuentro de Lomas de Hilarco, se creó en febrero de 1982 (en Bosa, Cundinamarca) y con la participación de nueve regionales indígenas, la Organización Nacional Indígena, hoy Autoridad Nacional de Gobierno Indígena de Colombia (Onic), cuyo primer presidente fue Manuel Trino Morales. El presente volumen recoge las conclusiones del Primer Congreso.

Otra vertiente del movimiento indígena fue liderada por el resguardo de Guambía, que puso énfasis en la importancia de fortalecer los procesos internos de gobernabilidad alrededor de la defensa y ejercicio del derecho propio, o derecho mayor, tema al que se refiere el aparte autobiográfico de Lorenzo Muelas Hurtado, miembro de la Asamblea Constituyente de 1991.

Se incluyen también algunos documentos que muestran el complejo debate político y social en que entraron las organizaciones indígenas bajo la influencia inevitable de los procesos sociales más amplios de los que hicieron parte. En esa perspectiva, resulta ilustrativo el interesante informe del presidente de la Onic al segundo congreso de la organización, realizado también en el municipio de Bosa, en 1986.

Sobre el otro eje clave, el de la educción, habría que recordar que esta fue encomendada a las misiones religiosas. Contra el sistema escolar, sus contenidos y métodos, los indígenas han mantenido una constante polémica en la búsqueda de una educación que fuera acorde con sus necesidades y sus particularidades culturales, y especialmente una educación que reconociera y enseñara en las lenguas indígenas.

Decía Manuel Trino Morales, en el Primer Seminario de Etnoeducación, realizado en agosto de 1985, en Girardot, Cundinamarca:

[…] los indígenas creemos que la educación que el Estado ha venido imponiéndonos no es ajena a un propósito deliberado y planificado hacia el arrasamiento de nuestras culturas tradicionales con miras al logro de la mal llamada vinculación del indígena al desarrollo nacional y a integrarnos a la cultura dominante. Solo así se explica desde la Conquista hasta hoy la persecución y desconocimiento sistemático de nuestras formas tradicionales de educación, que forman al niño para defenderse frente a las necesidades que le demanda su medio, con una visión coherente y respetuosa de la naturaleza, que crea altos principios morales, guías de nuestra vida comunitaria; lo que es demostrable por la existencia actual de diferentes comunidades que en mayor o en menor grado conservamos elementos propios de nuestra cultura, testimonio de la dura lucha que venimos librando. (Morales: 1995, 190).

En este libro incluimos algunos documentos relacionados con la «expulsión» de la misión capuchina de la Sierra Nevada, quizá el primer intento de un pueblo indígena por recuperar el control de la educación invocando una norma pionera, el Decreto 1142 del 19 de junio de 1978 sobre educación indígena, norma que adoptó el Gobierno Nacional por presión también del pueblo arhuaco. Luis Napoleón Torres era el gobernador indígena en ese entonces, y gracias a él y a un eficiente equipo arhuaco que lo rodeó, el movimiento indígena de la Sierra Nevada vivió un momento de auge y unidad, alcanzando logros impresionantes como la constitución de los resguardos del norte y oriente del macizo montañoso. Infortunadamente Luis Napoleón y sus colaboradores, entre ellos el dirigente Ángel María Torres —de quien incluimos un texto—, fueron asesinados y desaparecidos sin que hasta la fecha se haya esclarecido y castigado a los responsables del crimen.

Un hecho trascendental para el movimiento indígena fue la visita en 1986 del papa Juan Pablo II a Colombia, evento que se aprovechó para hacer visible ante el país los problemas que vivían los indígenas en ese entonces. Respecto del compromiso de la Iglesia con la causa de los pueblos indígenas en los últimos tiempos, incluimos dos cartas del padre Álvaro Ulcué Chocué, defensor del pueblo nasa, cuya vida fue segada por criminales a sueldo el 10 de noviembre de 1984.

Las conquistas legales indígenas obtenidas a todo lo largo de la vida republicana fueron elevadas a rango constitucional en la Carta Política de 1991, donde los constituyentes indígenas Lorenzo Muelas, Francisco Rojas Birry (indígena embera) y Alfonso Peña Chepe (del grupo insurgente, ya desmovilizado, Quintín Lame) tuvieron un papel destacado. Incluimos, por su importancia, la introducción a la propuesta de normas que hiciera a la Asamblea Constituyente el indígena Lorenzo Muelas Hurtado.

En la Constitución Política se consagraron las normas fundamentales relativas a los derechos étnicos, y el marco general de las relaciones entre el Estado y los pueblos indígenas. Los postulados básicos de la Carta se refieren a los siguientes aspectos centrales:

  • Reconocimiento y protección a la diversidad étnica y cultural
  • Reconocimiento de la autonomía de los grupos indígenas y a sus formas propias de gobierno
  • Reafirmación del carácter inalienable de los territorios indígenas y protección de las tierras comunales
  • Protección a los recursos naturales
  • Creación de las entidades territoriales indígenas dentro del ordenamiento territorial de la nación.

También se consagró una importante norma que se ha convertido, desde el punto de vista legal, en la piedra angular de la defensa de los derechos indígenas frente a las empresas extractivas que ejercen presión indebida sobre los territorios indígenas: el del artículo 330:

La explotación de los recursos naturales en los territorios indígenas se hará sin desmedro de la integridad cultural, social y económica de las comunidades indígenas. En las disposiciones que se adopten respecto de dicha explotación, el Gobierno propiciará la participación de los representantes de las respectivas comunidades. (Constitución de 1991, artículo 330; énfasis nuestro).

Era nuestra intención no extender la colección documental más allá de la expedición de la Constitución de 1991, pero consideramos útil incluir en este volumen una evaluación del proceso hecha por el mismo constituyente indígena Lorenzo Muelas, y otra por el dirigente tule (cuna) Abadio Green, quien fue presidente de la Onic. Luego de leer los textos, sin desconocer los notables avances, queda la impresión de un proceso inconcluso frente al cual cabría la sentencia del Presidente de la República, Virgilio Barco: «Un derecho que no se practique, una legislación que no se haga cumplir, no tiene mayores consecuencias».

Hacen también parte de esta primera colección de documentos la última entrevista realizada al dirigente indígena embera-katío ya desaparecido, del departamento de Córdoba, Kimi Pernía; la entrevista tuvo lugar después de la movilización de «despedida del río Sinú» en la que los indígenas llamaron la atención de la nación sobre el impacto y el deterioro inexorable del río por la construcción de la hidroeléctrica de Urrá en su territorio ancestral. Kimi sería luego asesinado por los paramilitares, y su cuerpo desmembrado arrojado a la corriente del río que tanto defendió.

Se incluyen en la colección, como ilustración, elegidos de manera arbitraria entre una infinitud de textos, algunos documentos que expresan puntos de vista de organizaciones regionales, como la Organización de Pueblos Indígenas de la Amazonia Colombiana (Opiac), y de organizaciones locales, como el «Manifiesto de los cabildos indígenas del pueblo yanacona». De igual manera, un documento de Armando Valbuena, indígena wayuu, quien fue presidente de la Onic, sobre la situación de su pueblo.

Finaliza el volumen con un artículo del actual consejero presidente de la Onic, el indígena del pueblo embera, Luis Evelis Andrade, que resume el proceso organizativo seguido por los pueblos indígenas en los últimos tiempos, y sintetiza de manera didáctica lo contenido en esta colección documental.

Queremos dejar constancia de nuestro agradecimiento a las personas que nos ayudaron en la selección de materiales, en especial al Centro de Documentación de la Onic; a la Universidad de los Andes, en particular a Julieta Lemaitre, quien nos facilitó los textos de Manuel Quintín Lame; a los activistas del movimiento indígena, Efraín Jaramillo y María del Pilar Valencia, quienes nos proporcionaron de manera desinteresada las entrevistas que incluimos como «testimonios».

A Viviana Gamboa, Melba Escobar y José Antonio Carbonell, quienes se echaron al hombro la edición y producción de la biblioteca básica, y a Luisa María Navas, quien nos ayudó en la transcripción de los textos y nos hizo juiciosas observaciones, que en lo posible acogimos. También a los autores de los documentos «vivos» que incluimos: el taita Lorenzo Muelas Hurtado, Manuel Trino Morales y Armando Valbuena. A Martha Urdaneta y Miriam Jimeno, de quienes tomamos apartes de libros que fueron posibles gracias a su trabajo. Un agradecimiento muy especial a la ministra de Cultura, Paula Marcela Moreno Zapata, quien tuvo la iniciativa de dar a conocer a través de la Biblioteca Básica el pensamiento de los artistas e intelectuales indígenas como una contribución a la construcción de un país que se acepta en la diversidad, la pluralidad y el respeto por la diferencia; y también a Luis Evelis Andrade, quien nos apoyó en todo momento.

A los habitantes del cielo, Gregorio Palechor, Kimi Pernía, Luis Napoleón Torres y muchos otros que se mencionan en los documentos, nuestro reconocimiento y respeto, y que su memoria y su ejemplo perduren para siempre.

* Las opiniones contenidas en este artículo son de responsabilidad de los autores y no comprometen al Ministerio de Cultura ni a la Autoridad Nacional de Gobierno Indígena de Colombia (Onic).

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